Vivimos en un mundo que no se detiene.
Todo es para ayer.
Todo es urgente.
Las notificaciones marcan el ritmo de nuestros días. Entre correos, mensajes, pendientes y tráfico, nos acostumbramos a vivir en modo automático, con la cabeza siempre en lo que sigue y rara vez en lo que está pasando.
Hasta que un día decides subir una montaña.
Y todo cambia.
O más bien… nada cambia. Y en ese nada, todo se transforma.
La desconexión que más conecta
Irse a un lugar donde no hay señal parece algo impensable para muchos. ¿Y si alguien me necesita? ¿Y si pasa algo en el trabajo? ¿Y si…?
Pero cuando llegas ahí, te das cuenta de que no necesitas saber nada más que lo que tienes frente a ti: tus pasos, tu respiración, el sonido del aire entre los árboles y la compañía —o el silencio— de quienes caminan contigo.
En la montaña no hay prisa.
No hay notificaciones.
No hay urgencias.
Solo hay tiempo.
Y en ese tiempo, espacio.
Y en ese espacio, presencia.
Meditación en movimiento
Subir una montaña es una forma de meditación que no se parece a nada.
Tu cuerpo se mueve, tus piernas se esfuerzan y el paisaje va cambiando lentamente. Hay momentos de plática, sí, pero también hay largos tramos de silencio. No porque no haya nada que decir, sino porque por fin no hay necesidad de decir nada.
Tu mente, al principio inquieta, busca entretenerse: empieza a pensar en listas, en pendientes, en conversaciones pasadas. Algunos cuentan pasos en su cabeza, otros tararean canciones. Pero tarde o temprano, el ritmo del cuerpo supera al ruido de la mente.
Y entonces llega ese momento en el que entras.
Entras en ti.
En tus pensamientos.
En tus preguntas.
En tus miedos.
Y no puedes evitarlos. Pero tampoco necesitas responderlos.
Solo dejarlos pasar, como nubes que cruzan un cielo despejado.
Todo pesa menos en la montaña
Lo que afuera parecía insoportable, en la montaña toma otra forma.
El dolor físico es real, sí, pero también es una excusa perfecta para enfocarte solo en lo esencial. La mente deja de correr detrás de mil cosas y se centra en una sola: el siguiente paso.
No se trata de huir de los problemas. Se trata de ponerlos en perspectiva.
En la cima no hay soluciones mágicas, pero sí hay un cambio de mirada.
Y eso, a veces, es más que suficiente.
La montaña como espejo
Subir una montaña te muestra mucho más que vistas panorámicas.
Te muestra quién eres cuando no tienes señal, cuando nadie te está mirando, cuando no puedes distraerte con lo inmediato. Te recuerda que la incomodidad también enseña, que el silencio también habla y que el cansancio también puede sanar.
Ahí entendí que no todo tiene que pasar rápido.
Que algunas cosas necesitan tiempo, espacio y altura para entenderse.
Que la vida no se trata de llegar más rápido, sino de caminar más consciente.
Volver diferente
Cuando bajas de la montaña, nada ha cambiado.
Los pendientes siguen, los mensajes llegan, la ciudad late al mismo ritmo frenético.
Pero tú…
Ya no eres el mismo.
Ahora sabes que dentro de ti hay un lugar donde siempre hay calma, donde puedes volver en cualquier momento. No necesitas estar en la cima para encontrarlo. Solo necesitas recordar lo que sentiste allá arriba: el silencio, la paz, la claridad.
Y a veces, eso basta para no dejarte arrastrar por la prisa del mundo.
¿Cuándo fue la última vez que caminaste en silencio?
Tal vez es momento de buscar una montaña… o al menos de darte el permiso de caminar más lento, más presente.
Porque a veces, para avanzar, hay que detenerse.
Y escuchar lo que solo el silencio puede decirte.
¡Nos vemos en la montaña!
-Caro